En la antigüedad, el rey Felipe III decia que el consumo del mate era un vicio abominable y que hacía holgazanes a los hombres.
En 1609, el consumo del mate era penado con una multa de diez pesos y quince días de cárcel. También quemaban en la plaza pública las hojas de mate que tenían en su posesión. Hasta los curas se quejaban porque los feligreses no aguantaban hasta el final de la misa por las ganas de orinar por el consumo de esta infusión. Era un producto del mismísimo demonio. El mate se había transformado en una cuestión que atravesaba los dos grandes poderes coloniales: el Estado y la Iglesia.
Por otro lado, para la cultura guaraní la yerba era un envío de Tupá, el dios supremo creador del universo. La mandaba para darles fuerzas y ánimo y para que los acompañase en sus largos momentos de soledad. Los guaraníes lo llamaban “caa-mate”; caá significa “planta o hierba”, caay, agua de hierbas” y mate viene de “mati”, que es la denominación de esa calabacita.
Esa bebida comenzó creciendo silvestre en Paraguay y Brasil. La costumbre de tomar mate ya no sería patrimonio de las clases bajas sino que fue calando hondo en todas las capas sociales.
Gracias al coronel Andrés Guacurarí Artigas, quien puso en un mismo nivel de igualdad los mismos derechos de los indígenas como los del hombre blanco, es que celebramos el día del mate. Él dio un fuerte impulso a la producción y comercialización de la yerba mate, lo que sirvió como fundamento para sancionar la ley 27.117 de fines de 2014 que establece el Día Nacional del Mate, en conmemoración de su nacimiento.